Me levanté temprano como ya era costumbre. Si todos los días me levantaba a las 5.00 para clase de 6.00 en Schneider, levantarme a las 7.00 en domingo ya era tarde y delicioso. Puse agua para té, puse mi despertador en cinco minutos y me volví a meter a la cama a disfrutar el frío de noviembre. Mi hija seguía dormida en su cama. Sonó la alarma y fui a ponerle la bolsa de frutos rojos a mi taza color paja, herencia de mi abuelo y sus múltiples restaurantes. La puse sobre su platito y me la llevé a mi recámara. La coloqué en el librero y puse mi alarma para dentro de 15 minutos. Me volví a meter a la cama a soñar despierta con lo que me esperaba ese día. No tengo la menor idea de mi emoción de entonces, ¿de dónde me venía la adrenalina? Era tan ilógico, y sin embargo estaba encantada. Me arremoliné entre mis sábanas de franela amarillas y sonreí porque sí. Últimamente sonreía porque sí todo el tiempo. Desde que sus llamadas eran casi diario, y lo más raro era que cada vez me daban más gusto. De totalmente inesperadas, se volvieron tan frecuentes que de ser esperadas se volvieron indispensables y parte de la rutina diaria, no podía dormir sin ellas, casi como lavarme los dientes. Sonó la alarma una segunda vez. Esta vez quería decir que el té estaba lo suficientemente tibio como para ya tomarlo. No le pongo azúcar, me gusta olerlo antes de beberlo y sentir su calor con mis dos manos mientras cierro los ojos. Tomé un sorbo y lo saborée pensando en mi locura temporal, sonreí maliciosamente y abrí los ojos. El té ya estaba listo. Me lo tomé de un trago. Me puse mi bata y revisé mi correo en la computadora. Guardaba todas las conversaciones y sí, habíamos quedado ese domingo a las 16.00. Miré hacia el techo, suspiré y pensé que me daba mucha flojera ir por el desayuno, pero me vestí, me puse un par de jeans, el sweater gris de chinitos y unos tennis viejos para salir por jugo, pan y frijoles para hacer molletes. El frío era incitante en la calle.
Regresé con todas las cosas y la hija seguía dormida. Limpié la mesa y me fui a la cocina a poner más té, a servir el jugo en los vasitos curvos y a freír los frijoles. Mi padre me enseñó que aunque los frijoles sean de lata se deben guisar con cebolla finamente picada. Le puse mantequilla a los bolillos partidos por la mitad. Entonces no comía queso porque me habían quitado los lácteos por exceso de calcio en unos análisis, pero de todos modos metía los molletes al horno para calentar los bolillos. Los servía con salsa de pico de gallo hecha en casa con jitomate, cebolla, cilantro, chile desvenado y despepitado, limón y aceite de oliva. Con el olor del pan horneado la hija se despertó y toda greñuda salió de su recámara preguntando, --¿Qué hay de desayunar? Al ver todo en la mesa se sentó y desayunamos en silencio, disfrutándolo. Sonreímos y luego ella me platicó de sus amigos, de sus programas, de su música. Entre las dos lavamos los trastes y luego ella se fue a bañar para estar lista cuando llegara su papá. Yo subí a lavar ropa, mezclando sus blusas con las mías y luego sus jeans con los míos. A mí me sobraba tiempo antes de verlo ese día. Él estaba en Cuernavaca y llegaría a mi casa poco después de las 16.00.
Barrí, trapée, lavé trastes, sacudí la sala, la aspiré, tendí mi cama, lavé el baño y una vez que mi hija se había ido, me metí a bañar. Me sequé el cabello, me puse crema y perfume y me delinee los ojos con cuidado. Me vestí y puse más agua para té. Me senté en mi sillón junto a la ventana, con mi taza de té y mi libro a esperar. Todavía faltaban un par de horas para las 16.00. Sin embargo, cuando leí más de cinco capítulos, interrumpidos por reflexiones constantes y abstracciones en todos los hechos ocurridos recientemente, comprendí que ya era tarde. Entonces no sabía yo de su hábito de siempre llegar 10 minutos tarde. Me aluciné mil cosas, todo lo contrario a lo que apenas cinco minutos antes había pensado. ¿Qué tal que se le había olvidado? ¿Qué tal que todo era imaginario? ¿Qué tal que yo estaba inventando cosas y que nada era cierto? ¿Qué tal que se había estrellado el camión de regreso de Cuernavaca? ¿Qué tal que su familia había intuido algo y le había evitado salir? Sonó el teléfono. Estaba a mi lado, sobre el baúl de madera de Olinalá. Lo dejé sonar unas tres veces.
--¡¿Bueno!?
--Hola. Perdón. Ya es tarde. Todo salió mal, sigo acá y ya voy, pero ya llegaría muy tarde y así no....
Su voz sonaba tan arrepentida, tan molesta por no cumplir con lo pactado que me conmovió y me convenció. No se le había olvidado, no le había valido, no se había matado en la carretera, simplemente los planes no salieron. De algún modo extraño no me molesté, toda desesperanza se disolvió y solo le dije, --No te preocupes, nos vemos otro domingo, hay muchos domingos en el calendario.
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